¿Nunca más un México sin nosotros?

Issue #000 / Yásnaya Elena A. Gil

Un río

El nombre de un río que nace en la meseta tibetana, pasa por la India y atraviesa Paquistán cuenta con una historia inquietante. Su nombre propio en castellano, Indo, proviene de una antigua lengua reservada para los oficios y las escrituras sagradas del hinduismo. Del sánscrito “sindhu” la palabra pasó al persa como “hindush”, al griego como “indós”, y de ahí al latín “indus”, y luego al castellano ya convertida en “indo”. El nombre de este río se relaciona también con la región que conocemos como India y después, mediante una historia de confusiones geográficas escuchada ya demasiadas veces, el gentilicio “indio” terminó siendo utilizado para nombrar a los integrantes de un conjunto de pueblos que habitaban el continente americano a la llegada de los colonizadores europeos. El viejo nombre de un río, mencionado en el texto más antiguo de la India, adquirió también en latitudes remotas una carga connotativa fuertemente despectiva. En este río pienso cuando, dentro de la cabina de un taxi, escucho al conductor lanzar improperios contra una persona que casi provoca una colisión, una lista de insultos que termina de manera culminante con un sonoro “indio”.

Contrario a la creencia de muchas personas, las secuencias indi- de las palabras “indio” e “indígena” no tienen una relación etimológica. Lejos del acuoso origen de “indio”, la palabra “indígena” proviene del latín y se utilizaba para designar la adscripción a un lugar de nacimiento: de indi- (de allí) y gen- (nacido) su significado etimológico sería “nacido allí” u “originario”. En los usos más antiguos que podemos encontrar en castellano de la palabra “indígena”, se muestra un significado etimológicamente estricto. Indígena designaba entonces a toda persona “nacida allí”; la naturaleza deíctica del “allí” permitía que “indígena” adquiriera significado según el lugar al que se hiciera referencia. ¿Cómo fue que palabras tan distintas, indio e indígena, se llegaron a usar para nombrar aparentemente la misma categoría muchos siglos después? ¿Cómo fue que adquirieron su significado actual?

Estas palabras, indio e indígena, también podrían lavar su significado, desteñirse en medio de un río que se lleve las estructuras que les dan sustento porque, al menos en la actualidad, es la existencia de los Estados nacionales las que les da cuerpo. Es decir: en cierto escenario futuro esas palabras podrían volverse insignificantes, felizmente irrelevantes. Imaginar ese escenario es el propósito central de este ensayo.

Un accidente histórico

Gracias a la politóloga mixe Tajëëw Díaz Robles tuve noticias del periodista mapuche Pedro Cayuqueo, autor del extraordinario libro Sólo por ser indios y otras crónicas mapuches, en el que, entre otras cosas, se vuelve evidente la tensión entre el Estado chileno y los pueblos indígenas, especialmente el pueblo mapuche. En una de las entrevistas que concede Cayuqueo, declara que él es mapuche, que su nacionalidad es la nacionalidad mapuche, pero que cuenta con un pasaporte chileno debido a un lamentable accidente histórico que prefiere no mencionar. Tras esta declaración, más que ocurrente, encuentro dos elementos fundamentales para entender la situación actual de los pueblos indígenas de México y del mundo: las particularidades propias de los pueblos y naciones y el surgimiento, lamentable para Cayuqueo, de un mundo dividido en entidades legales llamadas Estados.

Aunque parece una declaración ociosa, me interesa recalcar esta observación obvia: nunca en la historia de la humanidad el mundo estuvo dividido en poco más de doscientos países bajo un modelo ideológico en el que a cada uno se le ha construido una identidad, una bandera, una historia, una lengua y una serie de símbolos asociados. Casi resulta imposible pensar hoy el mundo sin estas divisiones, que en muchas ocasiones se asumen como existentes desde siempre, como dadas desde el origen o como el modo en el que el mundo ha sido ordenado desde un principio. La división del mundo en Estados nacionales se utiliza también como catalejo para mirar el pasado: el “México prehispánico” solemos decir frecuentemente, ignorando la gran inexactitud de la frase pues lo prehispánico excluye por fuerza México, un Estado creado hace apenas doscientos años.

La existencia de un par de centenares de Estados en el mundo choca con una realidad: la existencia de miles y miles de naciones que quedaron encapsuladas dentro de esos doscientos Estados. El pueblo ainu en Japón, el pueblo sami que habita en Noruega, Suecia, Finlandia y Rusia, y el pueblo mixe en Oaxaca son considerados pueblos indígenas a pesar de ser naciones distintas entre sí y de tener experiencias históricas más que contrastantes. Los une un rasgo bajo la categoría “indígena”: el hecho de no haber conformado su propio Estado, el hecho de haber quedado encapsulados dentro de otros Estados. Aún más: estos Estados construyeron prácticas y narrativas homogeneizantes que niegan la existencia misma de otras naciones, naciones con lengua, territorio y pasado en común.

La gran trampa de los Estados modernos es que, a golpe de ideología nacionalista, nos han hecho creer que, además de Estados, son también naciones. Las naciones, entendidas como pueblos del mundo, no son necesariamente Estados. La falsa equivalencia Estado-nación subyace la lógica y el funcionamiento del mundo actual y genera categorías en principio insostenibles, como “cultura francesa”, cuando solo en la Francia continental se hablan, además del francés, otras doce lenguas distintas, o como “cultura mexicana”, cuando los mexicanos ( es decir, los pertenecientes al Estado mexicano) hablan lenguas agrupadas en doce familias lingüísticas radicalmente distintas entre sí y pertenecen a más de 68 naciones con diferencias culturales muy marcadas. México es un Estado, no una nación. México es un Estado que ha encapsulado y negado la existencia de muchas naciones. La constitución mexicana es bastante elocuente en cuanto al establecimiento de esas equivalencias cuando enuncia que “la nación mexicana es única e indivisible”. Si realmente lo fuera, no sería necesario decretarlo.

Basados en el número de lenguas distintas en el mundo, podríamos decir que existen aproximadamente siete mil naciones, repartidas en aproximadamente doscientos Estados, doscientos países. Esto tiene como consecuencia que la mayor parte de las naciones en el mundo no cuenten con un Estado que los respalde o con un ejército que resguarde su autonomía. Los Estados establecen pactos con individuos concretos a los que reconoce como ciudadanos iguales ante la ley y no con las naciones y las colectividades que en realidad lo conforman.

Para formar la equivalencia Estado-nación, los Estados modernos se han empeñado en combatir la existencia de otras naciones. En 1998 hablantes de las otras lenguas que se hablan en territorio francés, como el bretón, el catalán y el aragonés, pidieron al Estado francés el reconocimiento de sus lenguas en la Constitución. Esta propuesta chocó con una férrea oposición; la Academia Francesa, por ejemplo, que rara vez se pronuncia públicamente, declaró que “las lenguas regionales atentan contra la identidad nacional”. Estas palabras me parecen una aceptación tácita de la ideología que sostiene a los Estados: la mera existencia de lenguas y naciones distintas a la que han creado los Estados atenta contra el proyecto del Estado mismo.

Las naciones del mundo que no conformaron Estados son la negación de los proyectos de Estado. A la mayoría de estas naciones se les conoce como pueblos o naciones indígenas. Lejos ya del significado etimológico, la categoría “indígena” es una categoría política, no una categoría cultural ni una categoría racial (aunque ciertamente ha sido racializada). Indígenas son las naciones sin Estado. Por eso son indígenas el pueblo ainú en Japón, el pueblo sami en Noruega y el pueblo mixe en Oaxaca. Esta condición une también a pueblos como el catalán o el escocés.

El caso de México es bastante elocuente. Como ya ha señalado Federico Navarrete en el libro México racista: una denuncia, el proyecto nacional tuvo como uno de sus principales objetivos la engañosa creación de la categoría “mestizo”: “los nuevos mestizos mexicanos –escribe Navarrete– (…) no fueron producto de una mezcla ‘racial’ y tampoco ‘cultural’, sino de un cambio político y social que creó una nueva identidad. En términos históricos y culturales, esta forma de ser, bautizada como mestizo, era más cercana a la cultura occidental de las élites criollas que a ninguna de las tradiciones indígenas o africanas que convivían en el territorio de nuestro país”.

La categoría “mestizo” se opone necesariamente a la categoría “indígena” pues el proyecto estatal mexicano creó en el siglo XX esta oposición binaria. El lingüista Michael Swanton ha apuntado que la palabra “indígena” no se usó con su significado actual durante la época colonial y que fue hasta entrado el siglo XIX cuando se comenzó a utilizar como hoy lo hacemos. Para el imperio español, las naciones que habitaban este territorio eran “indios”, y tal categoría formaba parte de un complejo sistema de castas que se redujo después de la Independencia a una oposición binaria para el Estado mexicano: indígena-mestizo. Si para el imperio español fuimos indios, para el Estado mexicano somos indígenas, aunque en la actualidad se usen como términos equivalentes.

Sin embargo, cada lucha de reivindicación de las naciones del mundo sin Estado se relaciona con estas categorías de manera distinta, como apunta Francesca Gargallo en Feminismos desde Abya Yala: ideas y proposiciones de las mujeres de 607 pueblos en nuestra América. “Las y los mapuche –escribe Gargallo– se niegan a ser llamados ‘indios’ y rechazan el apelativo ‘indígenas’ pues son mapuche, una nación no colonizada, pero las y los aymara afirman que ‘si como indios’ nos conquistaron, como indios nos liberaremos”. Como se observa en el caso mapuche, la negación de las etiquetas “indio” e “indígena” implica la negación de la colonización europea o del colonialismo interno estatal. En el caso mexicano, una parte del llamado movimiento indígena ha rechazado terminantemente la etiqueta “indígena” y ha preferido el término “originario”, que pone en juego otra serie de implicaciones. Por el contrario, otra parte ha determinado utilizar el término y la categoría indígena para nombrar una serie de luchas y circunstancias que hermanan a pueblos distintos entre sí.

Dado que la creación de un mundo dividido en Estados nacionales es reciente, entonces la condición de “indígenas” no es esencial sino producto del “lamentable accidente histórico” al que se refiere Pedro Cayuqueo. Como apunta el historiador Sebastian Van Doesburg, las categorías “mixe”, “mapuche” o “mixteco”, por ejemplo, permiten vislumbrar un futuro –y de hecho un presente– diferente en que la identidad no se construya exclusivamente en relación al Estado-nación como sucede con la etiqueta “indígena”. El término “indígena”, no hay que olvidarlo, sólo cubre doscientos años de los nueve mil años de historia mixe o mesoamericana (tomando la domesticación del maíz como su génesis).

¿Un México con nosotros?

El Estado mexicano ha diseñado políticas públicas, promulgado leyes y ejercido presupuestos para borrar la existencia de otras naciones y de otras lenguas. La castellanización forzada es un ejemplo de una política pública que ha negado, de manera bastante exitosa, el derecho de la población infantil indígena a acceder a educación en su lengua materna. La alucinante Ley sobre el Escudo, la Bandera y el Himno Nacionales dicta, legalmente, valga la redundancia, las formas adecuadas para rendir culto a una serie de símbolos que ayudan a sostener la idea de que el Estado es también una nación, única e indivisible.

Se calcula que a principios del siglo XIX, después de trescientos años de colonialismo español, aproximadamente el 65% de la población del naciente Estado mexicano hablaba una de las muchas lenguas indígenas del país. Si ahora, después de doscientos años de vida como Estado, los hablantes de lenguas indígenas representamos solo el 6.5% de la población podemos decir que los pueblos indígenas no son pueblos minoritarios sino minorizados y que la aparente mayoría mestiza es en realidad población desindigenizada por el proyecto estatal. De seguir con la tendencia actual, en aproximadamente cien años los pueblos indígenas representarán tan solo el 0.5% de la población mexicana, culminando así el proyecto estatal de homogeneización.

Negar la existencia de otras naciones que no sea la creada por el nacionalismo mexicano no sólo afecta el estatus político de los pueblos indígenas; esa negación también ha tenido consecuencias directas como la violación de los derechos humanos de las personas pertenecientes a pueblos indígenas. Los distintos castigos físicos y psicológicos que recibieron los hablantes de lenguas indígenas en los procesos de castellanización forzada son un ejemplo de estas violaciones a derechos básicos. La mayoría de los problemas que enfrentamos los pueblos indígenas en la actualidad se relacionan con los proyectos estatales en los que estamos inscritos. En el caso mexicano, por ejemplo, la autorización de proyectos como hidroeléctricos, mineros y petroleros que el Estado ha autorizado en territorios pertenecientes a pueblos indígenas atentan directamente contra la gestión y la propiedad comunal de los territorios propios. Según el Registro Agrario Nacional, más del 75% del territorio del estado de Oaxaca es de propiedad social (comunal o ejidal) y en este territorio se han autorizado más de trescientas concesiones mineras que no han sido sometidas a consulta.

Ante esta realidad, los pueblos indígenas han reclamado el derecho a la autonomía y a la libre determinación como naciones, naciones sin Estado que necesitan gestionar la “res publica” por ellos mismos. Como parte de esta lucha, poco a poco se ha construido una serie de mecanismos y recursos legales internacionales que tiene como objetivo dotar de mayor autonomía a los pueblos indígenas como naciones sin Estado. Dentro de estos mecanismos legales, destacan el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas y, en el caso de México, la reforma al artículo 2 de la Constitución en 2001.

Sin embargo, los Estados modernos han mostrado en general una gran resistencia a reconocer la autonomía y el derecho a libre determinación de los pueblos indígenas. Para el Estado mexicano en particular, el “problema indígena” se lee como el fracaso del proyecto de incorporación que idealmente integraría a los pueblos indígenas a esa cultura creada ad hoc en la que todas las personas hablan español, ejercen sus derechos políticos de un mismo modo y el Estado administra todos los territorios y bienes naturales. El problema para el estado, y para buena parte del movimiento por los derechos de los pueblos indígenas, ha sido la necesidad de construir algo que yo he querido llamar “un México con nosotros”, una política de integración a los mecanismos del Estado. En este tipo de proyecto se busca la inclusión de individuos pertenecientes a pueblos indígenas mientras se sigue impidiendo la participación de sus colectivos. Por ejemplo, se celebra que el número de indígenas en la Cámara de Diputados local en el estado de Oaxaca se haya incrementado en las últimas décadas, aunque esos diputados representen intereses de los partidos políticos que los postularon más que intereses de los pueblos indígenas a los que pertenecen. Por contraste, la iniciativa de reforma constitucional presentada por los pueblos indígenas de Oaxaca al legislativo local hace cuatro años que proponía, entre otras cosas, la creación de un parlamento indígena donde los pueblos pudieran tener representantes directos sin pasar por los partidos políticos ha sido congelada. Otro ejemplo: los sistemas de becas de estudio para jóvenes indígenas que otorgan distintas instituciones sigue la lógica integracionista mientras que la construcción de un sistema educativo propio de cada pueblo indígena sin injerencia estatal parece una realidad lejana.

Contrario a esta tendencia integracionista, para muchos pueblos y comunidades indígenas la exigencia reside en que el Estado reconozca la autonomía y la libre determinación de las naciones indígenas, que reconozca el pluralismo jurídico y las distintas maneras en las que los pueblos y las comunidades indígenas gestionan su organización social y política, que en muchos casos funciona de manera bastante distinta a la del Estado mexicano. Para este movimiento, es necesario crear un México que no absorba ni uniformice el “nosotros”, un Estado que no tenga como fin último integrar a los pueblos indígenas en ese ideal fabricado que ha dado en llamar “mestizo”.

¿Una nación pluricultural o un Estado plurinacional?

Además de los problemas históricos, los pueblos indígenas enfrentamos en el presente severas amenazas que ponen en riesgo nuestros territorios. El gobierno mexicano ha concesionado gran parte de los territorios de los pueblos indígenas a empresas con proyectos neoextractivistas, como las mineras, las hidroeléctricas y las de extracción petrolera, entre otras. Estas concesiones ponen en evidencia las contradicciones del Estado: por un lado, ha firmado tratados que lo obligan a consultar a los pueblos indígenas antes de concesionar sus territorios; por el otro, considera que los recursos naturales del territorio mexicano son propiedad federal. A pesar de que el Estado mexicano reconoce tanto la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas como el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, que reconoce la autonomía de los pueblos indígenas sobre su vida y territorio (este último tratado de carácter vinculante), en la práctica está lejos el pleno reconocimiento a la libre determinación de los pueblos indígenas y a la consulta cuando se trata de emprender proyectos en sus territorios.

Como resultado del surgimiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en 1994 y de los Acuerdos de San Andrés firmados en 1996, en 2001 se modificó el artículo segundo de la Constitución. Ahora reconoce: “La nación mexicana es única e indivisible. La nación tiene una composición pluricultural sustentada originalmente en sus pueblos indígenas […] El derecho de los pueblos indígenas a la libre determinación se ejercerá en un marco constitucional de autonomía que asegure la unidad nacional”. Aun cuando esta reforma representa un avance importante, llama la atención el hecho de que el estado mexicano se enuncie como nación y la existencia de los pueblos indígenas se contemple desde la perspectiva de la diversidad cultural. El Estado mexicano mantiene así la ficción que legitima su existencia: se sigue narrando a sí mismo como si fuera una nación con diversidad de culturas. Por un lado, concede autonomía a los pueblos indígenas; por el otro, se enuncia como la única nación posible.

La diversidad cultural es un rasgo propio de todas las sociedades. Así, la diversidad cultural también se presenta dentro de cada una de las naciones indígenas, que lejos están de ser pueblos homogéneos, culturalmente hablando. Reconocer la obvia diversidad cultural no tiene las mismas implicaciones políticas que tendría enunciar la existencia de un estado plurinacional. Ahí se encuentra la trampa del multiculturalismo neoliberal, como lo han llamado diversos autores.

Ante una realidad que pone en entredicho su legitimidad, el Estado mexicano se ha alejado del indigenismo integracionista (al menos en teoría) para acercarse al discurso que pondera la multiculturalidad. Los resultados me parecen casi los mismos. El Estado tolera e incluso alienta la existencia de los pueblos indígenas solo cuando se trata de sus manifestaciones culturales. Los espacios oficiales que han abierto sus puertas a los pueblos indígenas se concentran sobre todo en el sector cultural, mientras que los espacios políticos siguen todavía cerrados. Cada vez tenemos más premios para la producción literaria en lenguas indígenas, pero registrar a una niña con un nombre en otomí continúa siendo un terrible calvario.

Para evitar el reconocimiento de que este país es en realidad un Estado en el que existen muchas naciones, México ha preferido confinar a las naciones indígenas en categorías culturales y no en categorías políticas, a pesar de que la Constitución les concede autonomía. La narrativa identitaria mexicana, reforzada cada lunes en las escuelas y abonada muchas veces por los estudios antropológicos, ha encerrado en una trampa la lucha por la autonomía de los pueblos indígenas. La trampa ha consistido en esencializar el rasgo indígena y asignarlo como rasgo cultural. Resulta bastante común leer estudios titulados “Cosmovisión indígena”, “Música indígena” o “Danza indígena”, como si los pueblos que no conformamos Estados debiéramos tener, por esa mera razón, una misma cosmovisión, una misma música o un mismo tipo de danza. El propio movimiento indígena ha caído muchas veces, me parece, en la trampa de hacer de “indígena” un rasgo esencial, cuando es en realidad un rasgo político que debería ser temporal. Esta narrativa, que mantiene la ficción de que el Estado mexicano es una nación rica en diversidad cultural, oculta el ejercicio de “borramiento” que implicó su creación y la violencia que se ha ejercido sobre naciones distintas que cuentan con su propia lengua, un pasado particular y un territorio común. Mientras tratemos la categoría “indígena” como categoría cultural, el Estado la seguirá utilizando como velo para ocultar que el proyecto integracionista y las violencias asociadas continúan a marchas forzadas.

Nosotros sin México

En un intercambio virtual, Pedro Cayuqueo me hacía notar la sorpresa con la que había recibido, desde su contexto, uno de los principales lemas del movimiento zapatista: “Nunca más un México sin nosotros”. El movimiento al que Cayuqueo se adscribe busca justamente lo contrario: un Chile sin mapuches, un pueblo mapuche sin Estado chileno, un Estado que les permita ejercer a los mapuches la autonomía a la que tienen derecho.

Las prácticas y el discurso nacionalista del Estado mexicano han sido muy exitosos porque han convertido una ideología en sentimientos individuales, de los cuales es muy difícil desprenderse. El nacionalismo estatal hace parecer como algo perfectamente natural la existencia del Estado mexicano como nación única, como identidad única y como unidad cultural. Es la bandera, es el himno, son los símbolos, son las fiestas y los altares patrios los elementos fundamentales que constituyen la narrativa con la que se ha violentado la existencia misma de los pueblos indígenas. Las prácticas del nacionalismo mexicano posibilitaron en gran medida los castigos físicos y psicológicos que sufrió la población infantil indígena para adquirir de manera violenta el castellano como lengua nacional. Es el nacionalismo estatal el que dio sentido al despojo que sufrieron pueblos chinantecos y mazatecos cuando, en aras del bien de la “nación”, tuvieron que dejar su territorio para que el Estado construyera la presa Miguel Alemán en Oaxaca. El nacionalismo mexicano es la narrativa que justifica la violencia racista que han padecido los pueblos indígenas de México.

A pesar de todo, y contra el funcionamiento mismo del Estado mexicano, los pueblos indígenas han ejercido cierto grado de autonomía. Por ejemplo, un gran número de comunidades indígenas en Oaxaca se organiza de modo distinto al del Estado mexicano. En muchos municipios oaxaqueños las elecciones locales se realizan sin partidos políticos, sin campañas electorales y mediante asambleas; las autoridades municipales no cobran sueldos y tienen por máxima autoridad a la asamblea de comuneros; la seguridad, el acceso al agua y muchos servicios se gestionan comunitariamente. Apenas en 1995 la legislatura local reconoció estas prácticas. Cada vez que los pueblos indígenas han exigido el reconocimiento pleno de su autonomía, las voces de intelectuales liberales resuenan alertando sobre una temida “balcanización”. Se trata del Estado liberal negando una vez más que su origen implicó la negación de la existencia de otras naciones.

Aun cuando la legislación otorga autonomía y libre determinación a los pueblos indígenas, el estado no los reconoce en la práctica. Los pueblos indígenas rara vez participamos en el diseño de los programas educativos, de salud o de justicia que nos afectan. El estado mexicano está diseñado para inhibir el ejercicio de la autonomía. Tan es así que es posible que, antes de conformarse un Estado realmente plurinacional, culmine el proyecto de mestizaje que pretende desaparecer a los pueblos indígenas como colectividades.

¿Qué representa la autonomía de los pueblos indígenas? En otra conversación con Cayuqueo, pensábamos en dos salidas posibles. La primera: el establecimiento de Estados plurinacionales, Estados que como entidades legales puedan confederar a las naciones que las conforman y en los que cada una de ellas cuente con un alto grado de autonomía y libre determinación. Me parece que este es el modelo al que aspira una gran parte del movimiento indígena, y ya es una realidad, al menos en papel, en la constitución de Bolivia, que se enuncia como un Estado plurinacional.

Desde otros movimientos se ha planteado otra salida: la idea de que para gozar de máxima autonomía, de máxima capacidad de autogobierno, es necesario conformar un Estado independiente. Si los pueblos indígenas somos indígenas porque no formamos un Estado, entonces una manera posible de desaparecer las violencias asociadas a la categoría indígena es formando un Estado propio (después de todo, el Estado Vaticano tiene un territorio muchísimo menor que el territorio del pueblo mixe). Este planteamiento, sin lugar a dudas, es el que despierta más alarmas. Mientras que los discursos nacionalistas estatales son bastante tolerados e incluso exaltados, los nacionalismos no estatales se califican como peligrosos. La existencia de una bandera española, por ejemplo, recibe una lectura distinta a la reivindicación de una bandera catalana. La bandera mexicana no parece ser una afrenta mientras que la existencia de una bandera yaqui genera a menudo dudas y suspicacias. Aun cuando los nacionalismos estatales son los que han tenido las consecuencias más terribles sobre la humanidad, son los nacionalismos no estatales los que reciben mayor condena.

Tomar el camino de la autonomía mediante la conformación de un Estado independiente, más allá de las dificultades prácticas, implica varias contradicciones preocupantes. El modelo al cual han resistido los pueblos indígenas es precisamente el modelo del Estado: entonces ¿por qué habríamos de replicarlo? El hecho de que las naciones indígenas no hayan conformado Estados nacionales se contrapone al modelo liberal que los generó. ¿Crear un Estado independiente no sería, paradójicamente, sucumbir a la misma ideología que pretendemos resistir?

Los posibles caminos de la autonomía efectiva plantean discusiones interesantes. La existencia de un himno y una bandera mixes, por ejemplo, genera en mí sentimientos encontrados. Por un lado, reconozco que simbolizan la resistencia de la nación mixe a los ejercicios de homogeneización y “borradura” a los que lo ha sometido el Estado mexicano; por el otro, representan la calca de los mismos mecanismos simbólicos del Estado. Resulta necesario también construir una autonomía simbólica en la que la pertenencia a nuestras nacionalidades se pueda manifestar sin el imaginario que han construido los Estados. La confederación de los pueblos iroqueses en Estados Unidos, que ha emitido sus propios pasaportes, supone un cuestionamiento serio al Estado, pero de algún modo calca los mismos mecanismos.

Plantear la creación de Estados independientes, más allá del escándalo que provoca cada vez que se habla de ello, evidencia también que nuestra imaginación ha sido cooptada. Necesitamos imaginar otras formas posibles de organización política y social, un mundo post-Estados nacionales, un mundo que no esté dividido en países. “Nosotros sin México” significa un nosotros sin Estado, sin el Estado mexicano, pero sin crear otros Estados. A diferencia del modelo integracionista, el modelo “Nosotros sin México” no busca integrar a los pueblos y a los individuos indígenas a los mecanismos estatales sino confrontarlos y prescindir lo más posible de ellos.

En un mundo sin Estados, la categoría “indígena” deja de tener sentido. Somos indígenas en la medida en que pertenecemos a pueblos que no crearon Estados. En una conversación sobre el tema, alguien preguntaba si entonces lo que queremos es dejar de ser indígenas. Idealmente sí. Idealmente podríamos dejar de ser indígenas, no para convertirnos en mestizos sino para ser solo mixes, mapuches, samis o raramuris.

Arrebatarle funciones al Estado

El objetivo que planteo comienza por imaginar. Imaginar un “Nosotros sin México”, un mundo sin Estados, comunidades autónomas capaces de gestionar la vida en común de los pueblos indígenas –que dejarían se serlo– sin la intervención de las instituciones estatales.

También es primordial combatir los discursos y las prácticas nacionalistas del Estado. Negarse a rendir honores a una bandera que representa a un Estado etnocida. Dejar de reproducir toda práctica que refuerce la idea de que México es una nación. Dejar de amar a México porque los Estados no deben amarse. La resistencia a los símbolos es importante pues socava la narrativa que sostiene y legitima a los estados.

Hace unos años en Oaxaca, durante una protesta, unos jóvenes quemaron públicamente una bandera mexicana. Las reacciones me parecieron desproporcionadas: políticos de izquierda y derecha condenaron por igual los hechos, la opinión pública reaccionó indignada, los jóvenes fueron detenidos y, en un giro increíble, las instituciones de gobierno inventaron y ejecutaron una “ceremonia de desagravio a la bandera nacional” en la que diversas voces se disculparon públicamente con la bandera. En un país erigido sobre el etnocidio de los pueblos indígenas, en un país con miles de desaparecidos, en un país lleno de fosas clandestinas, el Estado nunca ha organizado una disculpa pública, que en cambio sí fue ofrecida a una bandera quemada.

La existencia misma de los pueblos indígenas, con lenguas, territorios y organizaciones políticas distintas, se lee como una afrenta a la existencia de México como una sola nación mestiza. Nuestra existencia y permanencia se entiende como una quema de la bandera. Pues bueno: para construir un futuro para los pueblos indígenas resulta necesario seguir quemando banderas, al menos simbólicamente. La resistencia a las prácticas nacionalistas es necesaria y urgente.

En ese contexto, ¿no hemos perdido ya demasiado tiempo y esfuerzo pidiéndole al Estado mexicano que reconozca y respete las autonomías? Las batallas han sido muchas, y los logros, pocos. ¿Qué podemos hacer? Además de resistir a las acciones y a los símbolos del Estado, es importante comenzar a arrebatarle funciones.

La lógica liberal apunta hacia el lado contrario: nos dicen que hay que trabajar para mejorar el funcionamiento de las instituciones estatales y esperar que ellas respeten el ejercicio de las autonomías. La realidad, sin embargo, muestra que en ese camino no cabe mucha esperanza: los territorios indígenas enfrentan hoy fuertes amenazas y el proyecto de mestizaje sigue su implacable curso a pesar de la fuerte resistencia. En sentido contrario, es posible tratar de prescindir de los servicios del Estado y fortalecer los espacios autogestivos que muchísimas comunidades indígenas han creado a lo largo de su historia. Incluso es posible ir más allá y arrebatarle las funciones con las que ejerce la opresión: crear un sistema educativo para cada nación indígena, y sistemas de salud y de administración de justicia gestionados de manera autónoma.

Si bien combatir la ideología nacionalista es fundamental, también lo es plantear algunos ejes rectores para la gestión de la vida autónoma. Dada la gran diversidad de realidades que presentan los pueblos indígenas, resulta complicado dibujar un solo escenario posible para la construcción de estructuras autogestivas lo más alejados posibles de los mecanismos estatales. A pesar de ello, es posible trazar algunas ideas rectoras.

En cuanto al territorio: si bien una gran parte de los territorios de los pueblos indígenas se gestiona como propiedad social (ejidal o comunal), muchos pueblos indígenas no cuentan con este reconocimiento para sus territorios. Un primer paso sería declarar la existencia de territorios indígenas autónomos en los que el Estado no pueda concesionar proyectos extractivos que atenten contra la salud y la calidad de vida de las personas, como sucede con la minería a cielo abierto. La autonomía sobre el territorio funciona como base para desarrollar la vida en común y la gestión de otros asuntos sociales. Sin la posibilidad de gestionar de manera autónoma sus propios territorios, los pueblos indígenas no podrán desarrollar de manera adecuada otras acciones necesarias, como el aprovechamiento de los bienes naturales y el ordenamiento de un mercado interno más justo. Por ejemplo, en el caso del pueblo mixe, y como ya había planteado desde la década de los ochenta el antropólogo mixe Floriberto Díaz, el exceso de la producción de maíz en las tierras bajas podría cubrir las necesidades de las tierras frías, las cuales así ya no tendrían que verse obligadas a comprar el maíz importado que provee Diconsa, un organismo estatal de abasto. Un mayor control sobre el territorio tendría un impacto directo sobre distintos asuntos, como el comercio, el abasto de alimentos e incluso la gestión en temas de seguridad.

En cuanto a las formas gobierno: si bien la constitución reconoce el derecho de los pueblos indígenas a elegir sus formas de gobierno, es necesario que ese reconocimiento sea efectivo y transversal. Para el caso de Oaxaca, organismos políticos como el instituto electoral local o la Secretaría de Gobierno estatal reconocen la existencia de municipios que eligen a las autoridades sin partidos políticos; sin embargo, la Secretaría de Finanzas no reconoce que esos municipios tienen sus propios mecanismos de administración de recursos económicos y se relaciona con ellos como con cualquier otro municipio, lo cual genera situaciones muy complejas. Más allá del reconocimiento del Estado, es necesario reforzar estas diversas maneras de administrar la res publica que no pasan por la estructura de los partidos políticos nacionales.

En cuanto a la impartición de justicia: así como las formas de gobierno son múltiples, los mecanismos de impartición de justicia son diversos. Más que oponer el sistema judicial mexicano a un sistema de justicia indígena, como comúnmente se le ha llamado, es necesario reconocer la existencia de múltiples formas de entender la justicia, el castigo y la reparación del daño. Desde los principios del derecho positivo, la administración de justicia en las comunidades indígenas se ha visto siempre como bárbara. Sin embargo, hay que conocer, debatir y recrear las buenas prácticas que se han dado dentro de las comunidades en cuanto a impartición de justicia. Una buena parte de la impartición de justicia en este país la realizan ya las comunidades indígenas por medio de jueces comunitarios, y este es un hecho que no puede ignorarse. Más bien, es necesario fortalecer un pluralismo jurídico que ofrezca diversas y múltiples respuestas culturalmente situadas para la demanda de justicia.

En cuanto a la gestión de la seguridad pública: en la actualidad la tarea de proveer seguridad pública en los pueblos indígenas ya es ejecutada por ellos mismos. Aún más: ante la ausencia del Estado, a últimas fechas han surgido policías comunitarias armadas que han puesto en jaque al sistema judicial mexicano. Frente a una realidad apabullante en la que el crimen organizado ha tomado el control en gran parte del país, la organización comunitaria ha resuelto de facto, en muchos casos, la demanda de seguridad. Tal vez es en este rubro en que la mano del Estado está más ausente, o es más deficiente, pero también en el que el Estado castiga más el hecho de que las comunidades ejerzan las funciones que en teoría le corresponden a él, como lo atestigua la criminalización de las policías comunitarias. Sin embargo, en casos como el de Cherán, en Michoacán, se ha demostrado que la organización comunitaria es una vía efectiva para las labores de seguridad y vigilancia locales. Es una ventaja que en muchos casos las unidades de organización o las comunidades sean pequeñas pues permite tener mayor control del territorio a vigilar y permite articular una pequeña confederación de unidades de vigilancia.

En cuanto a la gestión de los servicios de salud: actualmente el sistema de salud estatal no cuenta con los elementos necesarios para atender a pacientes indígenas en sus propias lenguas (con todas las consecuencias que esto tiene) ni tampoco considera sus propios elementos culturales. La posibilidad de gestionar la salud de manera comunitaria permitiría establecer un diálogo intercultural entre la medicina occidental y elementos de la medicina propia de cada pueblo indígena, un diálogo que permita una atención integral y sobre todo preventiva. En varios casos en los que se han integrado distintas visiones, los resultados son esperanzadores. En varias comunidades de la montaña de Guerrero, las parteras tradicionales han establecido colaboraciones con la medicina occidental que ha tenido como resultado un importante descenso en la mortandad materna, algo que no habría podido lograrse sin la participación de las parteras tradicionales.

En cuanto a la educación: mientras los proyectos educativos se encuentren centralizados en el Estado, y los profesores sean sus empleados, las prácticas nacionalistas estatales seguirán siendo replicadas dentro de los pueblos indígenas, y la población estudiantil indígena seguirá estando expuesta a situaciones absurdas como aprender aritmética en una lengua que no habla y que nadie se ha preocupado en enseñarle antes. Las escuelas son los bastiones ideológicos del Estado, y en este sentido es urgente crear escuelas comunitarias propias. Mientras que las escuelas particulares en contextos urbanos con propuestas educativas de vanguardia son toleradas y aplaudidas, el Estado no ha podido crear respuestas educativas adecuadas para los pueblos indígenas. En un escenario deseable, cada comunidad indígena debería gestionar la educación básica y asociarse con otras comunidades para gestionar la educación superior. Cada comunidad podría contratar a sus profesores, establecer lineamientos de métodos de enseñanza y de contenidos e incluso publicar sus propios libros de texto y materiales didácticos. Parece lejano; sin embargo, hace muchos años fue posible. En la primera mitad del siglo XX, en la sierra norte de Oaxaca las comunidades indígenas contrataban y pagaban a sus propios profesores para las escuelas municipales. Con el paso del tiempo, el Estado ha ido dejando menor margen para la intervención comunitaria en los asuntos educativos, pero desde luego que es posible construir sistemas educativos propios.

En suma, las instituciones comunitarias de los pueblos indígenas necesitan resistir los embates del Estado, pero también deben arrebatarle más funciones. Eso pasa, primero, por desarticular las ideas y las prácticas nacionalistas que pretenden hacernos creer que no debemos cuestionar el rol del Estado en la creación de las condiciones en las que vivimos actualmente los pueblos indígenas. Tal vez así, desarticulando el imaginario que hace del Estado mexicano una “nación única e indivisible”, podamos construir finalmente un “Nosotros sin México”. Tal vez así podamos ser mixes, raramuris o purépechas y ya no indígenas. Naciones del mundo sin Estado, todas.